martes, 10 de julio de 2012

Muñeca rota


Saliendo de la boutique de Doña Azucena, en la plaza del centro, donde Felicita trabajaba todos los días de siete a ocho; Don José, el taxista, esperaba paciente todos los días.
–Buenas, Don José –decía – ¡Súbase! –respondía el taxista
Y el diálogo era ese, siempre el mismo y sin más amabilidades que la de pagar con cambio y diciendo gracias.
Felicita siempre llagaba a casa a las 7:30, hora en la que la esperaban sus seis hermanos pequeños y su señora madre, Doña Chela. Ya sea que estuviera planchando la ropa de los vecinos, remendando ropa con ayuda de la vieja máquina de coser o preparando el atole que tenía que alcanzar para todos, Doña Chela escuchaba el taxi y salía a recibir a su hija, la mayor, la próxima a casarse; la que saldría pronto de esa vida pobre y modesta que les había dejado como herencia la muerte de su marido, Don Ignacio.
Ya habían pasado cinco años desde que el señor había muerto de cirrosis, dejando así a seis huérfanos de padre nacidos, y uno en la panza de su viuda. Desde entonces, Doña Chela se las había visto muy duras para poder salir adelante. Tampoco es que no estuviera de buen ver, pero tenía bien claro que marido sólo había uno, porque así lo mandaba Dios. Felicita había aprendido lo mismo.
A sus 18 años, con la flor en la mirada, el brillo en la melena negra y su figura pequeña y esbelta, despertaba el interés de todos los del pueblo. Su alma fresca era decencia, ternura, alegría y sobre todo, sueños; deseos de poder sacar adelante a sus hermanos, de casarse con un buen hombre que le diera un apellido digno, que no tomara todos los días, que estuviera dispuesto a ayudarle con su familia.
Tenía ya dos años trabajando en la Boutique, y le sentaba bien ese empleo. Platicaba de amores con todas las chicas de Guanajuato que iban a comprar la ropa que usarían para los bailes a los que ella nunca asistía, ni asistiría. Recibía los recados para su jefa, Doña Azucena, de manos de Pepe, el mensajero; quién a veces hasta se le olvidaba a que iba, pero iba todos los días. Acomodando paquetes de lencería, vistiendo maniquís, cambiando los precios y esperando a la clientela; se le pasaban todos los días de lunes a sábado.
-¿Por qué salió tan bonita la “Felicitas”? –Preguntaba Doña Chole, madrina de Felicita, a Doña Chela. –Es bella mija, chula. Dios me la ha de cuidar mucho.
Un día, Doña Chela estaba tendiendo ropa, cuando percibió un aroma a quemado que provenía de la cocina.
Se acercó corriendo y descubrió el atole desparramado por el suelo de tierra. No pensó en que esa noche la familia se quedaría sin cenar, tampoco pensó en el hormiguero que se haría, no pensó en que tenía más de tres horas lavando camisas, pantalones y calzones ajenos y que, por esa razón, había descuidado el atole. Doña Chela pensó repentinamente en su hija.
Eran ya las nueve de la noche y Felícita no había llegado. –No se apure comadre, mejor vamos a buscarla –Comentó Doña Chole. Se subieron a una carcachita azul y se fueron a la boutique; no sin antes dejar encargados a los niños dormidos con la vecina de al lado. Recorrieron todas las rutas posibles y preguntaron a quienes vieron en la calle, pero nadie sabía absolutamente nada. Doña Chela ya estaba ahogada en llanto y preocupaciones cuando cantó el gallo al amanecer, pasó esa noche y las siguientes comiéndose con rezos a la virgen de cerámica que tenía sobre su cama, poniéndole veladoras, esperando que todo fuera una pesadilla.
Y vaya que lo fue. Todos los días la gente le preguntaba que si ya sabía algo de “Felicitas”, ella ya no respondía, y ni falta que hacía. Las veladoras se consumían a diario, la ropa quedaba mal lavada y hasta el atole sabía amargo.
-¿Dónde está mi hija? –Lloraba Doña Chela y sus lágrimas se perdían en el agua enjabonada. Pudo haber muerto de preocupación, de ira, de rencor contra la pinche vida que primero le había quitado a su marido y ahora a su hija. Pero su fe en Dios la fortalecía, así como el ruido de tripitas de sus otros angelitos, que aunque extrañaban los mimos inagotables de su hermanita, aún tenían hambre y tenían que comer algo todos los días.
Llegó el cambio de estación, sorprendió a Doña Chole tejiendo unas cortinas verdes para la ventana de su casa, cuando escuchó los gritos de su comadre. Salió corriendo en pantuflas. Lo que vio afuera, jamás lo olvidaría. Ni ella, ni uno sólo de los 80 vecinos de la vecindad.
Felicita, la bonita de la colonia, estaba mal envuelta en una sábana ensangrentada, tirada en la calle, con harapos mugrosos y la cara irreconocible. Doña Chela estaba que se moría, al salir para ir al mandado se la había encontrado tirada como perrito atropellado; con la cara cubierta de moretones, los pechos vírgenes mancillados a mordidas, pedazos de cabellos arrancados, una enorme cicatriz putrefacta en el cuello y dos costillas rotas.
-¡Hija de mi vida! ¡Aún respira! ¡Llamen a una ambulancia! ¡Auxilio! –Gritaba Doña Chela y Doña Chole corrió al teléfono de la esquina. Llegó la Cruz Roja y subieron a la muñequita rota junto con su madre y su madrina… también rotas.
Los doctores le indicaron a Doña Chela que Felicita se recuperaría, pero que tenía golpes internos y las cicatrices de sus pechos y del cuello estaban infectadas. Doña Azucena, quien había sido una de las más afectadas por la desaparición de su empleada favorita, amorosamente se ofreció a pagar todo lo que se requiriera, además de darle su sueldo íntegro a la muchacha al menos en lo que se recuperaba. Fue así como “Felicitas” duró un mes internada y otros más en recuperación dentro de su casa.
No hablaba, no comía. Sonreía con sus hermanos, pero no les decía nada. Si se le dejaba mucho tiempo sin supervisión se comía pedazos de su cabello y se orinaba en la cama. Doña Chela se dividía entonces entre sus labores cotidianas y los cuidados de su hija, que estaba loquita, pero viva.
Los rumores en el pueblo no se dejaron esperar. Se decía que la habían deshonrado, que era indigna.
–¡Pobrecita “felicitas”! Pero pues es la suerte que le tocó, ni modo, dudo que consiga marido. ¡Tan bonita que esta! –Escuchó Doña Chela un día en la panadería. Tenían razón.
Según el doctor, “Felicitas” había sido violada, muchas veces. Por el estado en que la encontraron sabían que había padecido hambre y maltratos de todo tipo. Su cuerpo atestiguaba desde rasguños y mordidas, hasta cintarazos y quemaduras de cigarro. ¿Quién iba a querer a una muñeca rota?
Ese cuestionamiento duró varios días en la cabeza de Doña Chela, quien tampoco ya no hablaba, ni con su comadre. Si se le dejaba mucho tiempo sola lloraba y pensaba en que cosa inventarle a la gente para que dejara de hablar de “Felicitas”.
La tarde en que la más chiquita de las hermanitas de Felicita, Mague, echó por accidente azúcar a la sopa; llegó un señor. Alto, panzón, con bigote y cabello rizado, el hombre tocó la puerta con el número tres de la vecindad de Doña Cuquita.
Doña Chole, que estaba bañando a Javiercito, el bebé, se limpió las manos en el delantal y dejó al niño jugando en la tina para atender la puerta. –¿Qué se le ofrece? –Buenas tardes, vengo a buscar a Felicita –dice la inesperada visita.
–Ella no está disponible, ¿Sabe?, tuvo un accidente y desde entonces no habla mucho, o mejor dicho nada, se la mantiene casi todo el tiempo dormida. Ahorita mismo lo está. Pero si yo le puedo ayudar en algo ¡Dígame! –Pos si, si puede –Dijo Don José, entrando sin ser invitado y parándose frente a Doña Chela.
-Sé muy bien que le pasó a la muchacha, porque fue conmigo con quien estuvo estos meses. Estoy muy enamorado de ella, quiero remediar el daño que le hice y hacerla mi mujer.
Doña Chela no sabía que este hombre era el taxista que todos los días le regresaba a su muñeca a casa, no entendía del todo lo que estaba diciendo –¡Hijo de perra! –Vociferó de repente, lanzando una bofetada para aquel hombre que le doblaba la edad a su niña, que le había quitado su virtud y su cordura; sea de paso, le había quitado a la familia la única esperanza de un día salir del hoyo en el que estaban.
Dijo muchas cosas, “Felicitas” no se daba cuenta, dormitaba drogada con analgésicos a los que ya era adicta, sus hermanitos se acorralaban en la cama con ella. Doña Chela seguía maldiciendo a Don José, pegándole, escupiendo todo su coraje. Don José soportaba, toleraba austero todos esos reproches convertidos en golpes, lloriqueos y majaderías. Cuando Doña Chela por fin calló y se sentó en una silla a terminar de llorar, cansada de pegarle a un costal de arena sin emociones ni sensibilidad, Don José habló.
-¡No nos hagamos tarugos! La muchacha ya fue mía. ¿Quién la va a querer así? Todo el pueblo sabe que se fue conmigo, que yo me la llevé, pues, y que la hice mi mujer. Antes diga que vengo a hacer las cosas bien, porque la quiero para madre de mis hijos.
Era verdad, el pueblo juzgaba muy cruelmente a “Felicitas”, que ahora era totalmente inútil. Dependía de su madre para todo y su madre no podía con la mitad de las cosas que ya tenía sobre la espalda. Además, Dios por algo hace las cosas, y si ese hombre se había presentado después de todo, para tenerla como su esposa, entonces eso era lo que le esperaba a su hija.
-Pero ¿Que pendejada está haciendo Chela? –Es por el bien de ella, José prometió no volvérmela a maltratar, darle un apellido y mantenerla.
-¡Eso hijo de su chingada madre la violó! ¡Abusó de ella! –Mire comadre, yo la quiero mucho a usted, pero es mi hija y le pido que no se meta. Sé que es lo mejor para ella. Loquita, jodida y desgraciada ¿Quién chingados va a querer a mi muñequita?
Doña Chole no hizo entrar en razón a Doña Chela y perdieron las amistades. “Felicitas” apenas se dio cuenta de lo que pasaba a su alrededor, al ver a Don José, las primeras veces gritaba y se le resistía, pero después se acostumbró. Finalmente ya había pasado varios meses enredada en sus piernas, pensando en que no estaba ahí, que estaba en la boutique, esperando a Pepe con los recados para su jefa.
A cambio del matrimonio legal y por la iglesia, Doña Chela no puso denuncia alguna. Felicita regresó a su cárcel, la casa que ahora era la de su marido, donde él le hacía el amor todas las noches. Ahora sí con respeto, porque era su mujer.
Los meses pasaron, “Felicitas” no salía nunca a ningún lado. Para no depender de las asquerosas manos de Don José, había recuperado una parte de su cordura que le permitía valerse por sí misma; pero sólo hablaba con sus recuerdos. Cuando sentía que no podía resistirlo, lloraba por dentro, cuidando de no derramar ni una sola lágrima en la cena de Don José, al que nunca le dirigía la palabra y sólo se limitaba a atenderle toda clase de urgencias, para que luego no la molestara con alguna bofetada.
Lo bueno es que el estaba todo el día ruleteando en el taxi y entonces “Felicitas” cantaba las canciones que le cantaba su madrina y que ella misma luego le cantaba a sus hermanitos. Se reía con la risa inolvidable de Pepe, ese que nunca se le declaró y que ahora debería de andar con Ceci, la de la otra tienda.
En eso estaba una tarde cuando cayó de bruces en la cama. Al abrir los ojos, estaba en el despacho del médico, tenía 3 meses de embarazo. La vida le volvió a los ojos. Con el pretexto de irle a avisar a su madre de la buena nueva, Don José la dejó regresar a la vecindad. Él también se sentía contento, tendría un hijo, varón, al que le enseñaría a ser hombre.
Pero Felicita no llegó con su madre, apenas reconocía las macetas verdes y la puerta con el número tres. Llegó hasta la puerta número cinco y la abrió sin llamar, como siempre lo hacía, desde niña. –¡Hija de mi vida! ¿Qué haces aquí? –Respondió Doña Chole, que en ese momento se encontraba tomando su primera taza de café del día.
Le explicó, con voz calmada y discreta, que estaba embarazada, que necesitaba salir de esa casa, que quería correr lejos, donde nunca más nadie supiera de su suerte, donde su bebé pudiera crecer y tener una vida mejor que la que le tocó a ella. –¡Será niña madrina! ¡Lo sé! La soñé anoche, está bien bonita.
“Felicitas” había vuelto a reír, había vuelto a sentir. La vida dentro de su vientre le había regresado el ánimo de la vida misma. Doña Chole, dio gracias a Dios por devolver la cordura a su ahijada, abrió el baúl de los recuerdos y sacó tres cadenas, un par de arracadas y su anillo de compromiso que ya no usaba por la artritis; todo de oro.
-¡Corre mi niña! Ve con don Tito, el de la casa de empeño. Dile que te mandé yo para que te dé el dinero que me daría a mí, saliendo de ese lugar: ¡Corre, mi muñeca rota! ¡Corre!.
Y así lo hizo, y así fue. De “Felicitas” y de su hija jamás se volvió a saber

martes, 3 de julio de 2012

Crónica de una practicante durante su primera cobertura de elecciones presidenciales.

Eran las 6:07 cuando abrí los ojos la mañana del 1 de julio del 2012. Suelo ser muy impuntual, es uno de mis defectos, pero ese día era importante para mí y la hora lo era más.
 –¡Se me hace tarde! –exclamé medio dormida y me apresuré a levantarme. Sin meditarlo corrí a la regadera y desperté por completo con el chorro de agua fría que siempre me parece tan incómodo, tan desagradable a esas horas.
Salí y me vestí apresuradamente, levanté a Eduardo, mi primo por adopción, quién desde días anteriores y a sabiendas de lo importante que era para mí ese día, se quedó en casa a dormir para llevarme en una troca prestada al trabajo.
–¡Que rico, está nublado! –comenté yo y él asintió. Nos esperaba una larga jornada laboral.
–Hija, no se te olvidé tu credencial de elector –me recuerda mi mamá y me la da en la mano, la guardo en mi sostén; una mala costumbre heredada de mi abuela materna, pero efectiva en contra de asaltos y de pérdidas de bolsa, ese día no iba a permitir que nadie me la quitará.
El camino fue tranquilo, las calles vacías y un hermoso cielo cubierto de nubes grises.
–¡Mira! Está lloviendo. –me dijo Eduardo mostrando el parabrisas, sonreí para mí, pensando “Pero esta tardé saldrá el Sol”.
Al llegar al periódico, veo a todos mis compañeros ‘desmañanados’ en domingo, vestidos todos iguales, planeando, saludándose, contentos porque llevaríamos a cabo una estrategia de cobertura para la cual nos habíamos preparado durante los últimos tres meses. Sólo quienes han trabajado mucho tiempo por un proyecto, pueden entender la alegría extraña que se siente cuando este finaliza.
El jefe de los fotógrafos me lleva con él para averiguar qué está pasando en la calle y yo accedí. Nuestra primera parada, la casilla ubicada atrás de la Escuela Primaria Revolución.
–El presidente se enojó y se fue y nos dejó con todo esto, no sabíamos ni que hacer. Por eso abrimos tarde, pero ya nos acomodamos –relató para mí una de las funcionarias de casilla, enfadada por el berrinche de su compañero, por el cual abrieron casi a las diez de la mañana. –pero si apenas están abriendo, e instalando el lugar donde se emite el voto ¿Por qué ya hay papeletas adentro? –Es sólo una, de un señor que no se quiso esperar porque debía ir apurado al trabajo –replicó.
Y con eso salió mi primera nota del día, una fila de quince personas aguardaban su turno desde las ocho de la mañana, y los encargados de abrir apenas estaban instalando las cosas necesarias para permitirles votar.
De regreso al carro, una llamada de uno de mis colegas (por respeto no mencionaré el nombre de ninguno de mis compañeros, a excepción de que sea muy importante señalarlo). –Mi amor, ¿Estás trabajando? –era uno de mi colegas de otro medio, ¿De qué otra forma podríamos llevarnos si nos hemos visto todos los días desde hace tres meses? ¿Si hemos compartido ideas, tiempo, cansancio, asoleadas y otras cosas?, aclarando, sólo somos amigos, le respondí –Si mi cielo, dime ¿Qué pasa?
–Me están reportando que en la casilla 1885 llegaron 300 boletas menos de las que se requerían, te encargo que vayas a ver qué está pasando.
Pasé el reporte a mi jefa de información, y al jefe de fotógrafos, ambos se encargaron de hacer llegar a alguno de los reporteros al lugar.
–¡Cerdos! –mascullé por primera vez esa palabra en el día.
Nuestra segunda parada, la casilla 1672, donde empleados del Instituto Federal Electoral (IFE) se encontraban analizando una falla en la lista nominal. A dos horas de haber iniciado la jornada electoral, al menos cinco personas no aparecían en ella y fueron mandados a las casillas especiales, designadas a ciudadanos en tránsito, pero efectivas para todos los errores que ocurrieron ese día. Lo malo es que sólo 750 ciudadanos pudieron votar en cada una de ellas, el que llegó temprano pudo; el que no, sólo perdió su tiempo.
–Oye, en la casilla que está en la secundaria estatal 2 el lápiz no está pintando, te lo encargo. –Me dijo una señorita que acababa de salir de votar.
Nuestra siguiente nota, la encontramos pues en la casilla 1651, en el fraccionamiento El Dorado, donde los funcionarios aseguraban que los lápices no funcionaban y que a toda la gente que habían atendido hasta ese momento, tuvieron que prestarles bolígrafos. –¿Me permite? –le dije a la señora que nos había relatado lo anterior, solicitándole el lápiz asignado por el IFE para sufragar. Lo tomé, raye sobre un papel y marcó perfectamente.
 –Es que también se quejaban de que se acababa la punta –dijo, sonriendo, mientras uno de sus compañeros le decía “¡Pero si marcaba!”. Le agradecí su tiempo y me dispuse a escribir mi tercera nota.
Nuestra siguiente intervención fue en la Junta Distrital 02, donde funcionarios del IFE esperaban la llegada de una comisión conformada por elementos del instituto y representantes de los diferentes partidos, que habían ido a la casilla 1425 ubicada en Anapra, una de las colonias más pobres de la ciudad, a confirmar o desmentir la compra de votos.
–No se me acelere, todos estamos así, la denuncia no decía quien había comprado los votos, aún no sabemos qué pasó –me dijo el presidente de la Junta Local, con voz calmada, al filo de la una de la tarde.
Mientras tanto, en la sala de sesión permanente, donde se instalan los funcionarios en cada jornada para atender todas las quejas; todos eran amigos observando el partido de España contra Italia.
Comían galletas, tomaban café o refresco y hasta los militares encargados de salvaguardar las instalaciones del lugar, observaban el partido.
Al llegar la comisión, se indicó de manera oficial que no había ninguna anomalía y que el proceso electoral se estaba llevando, en ese lugar, de manera normal.
–Eso dicen, pero todos vimos como estaban saliendo de una casa a menos de cien metros de la casilla, ahí les estaban pagando por votar –me comentó el representante del partido Movimiento Ciudadano.
Ya en sesión permanente, el representante del Partido Acción Nacional dice –Sólo quiero que quede claro, que el secretario encargado de ir a atestiguar lo que pasaba, se negó a entrar a la casa donde se estaba realizando este delito, y se limitó a observar la casilla.
Entonces ya no todos eran amigos, el representante de Movimiento Ciudadano, del Partido del Trabajo (PT) y del Partido de la Revolución Democrática (PRD, coalisionado con los otros dos), secundaron dicha versión por separado y todo se hizo costar en el acta. Los representantes del Partido Revolucionario Institucional (PRI) y del Partido Verde Ecologista de México, sólo observaron.
Entonces, estos segundos, me informaron al declararse un receso de tres horas, a las 2 de la tarde: “Nuestro partido esta interponiendo las denuncias directamente frente a la FEPADE (Fiscalía Especializada Para la Atención de Delitos Electorales), ya denunciamos la compra de votos y un camión que estaba entregando despensas”.
 Un receso estaba entonces, ya lo dije, y me fui a comer. Aproveche para cargar la batería de mis celulares, para alardear sobre mi estado de estrés y para investigar cómo diablos iba a votar. Ya eran las 3 de la tarde y del periódico a mi casa son dos horas en transporte público, una de ida y una de regreso.
Un compañero me llevó corriendo en su automóvil, entré a la casilla vacía ubicada a espaldas de mi antiguo domicilio, que no queda a más de 3 minutos de mi domicilio reciente.
–¿A poco eres reportera Karen? –Me preguntó la señora de la tienda que en ese momento era funcionaria, viéndome con mi cara cansada y brillosa, mi cabello revuelto por el sudor, mi playera blanca y mi gafete acreditado por el IFE.
Voté, mi voto es secreto pero obvio, salí de aquel lugar y eran las 5:30 de la tarde, el cierre de las casillas era inminente.
Luego de que mi compañero tomara algunas fotografías de dicho suceso, regresamos al periódico, y de ahí, mi siguiente parada eran las instalaciones del PRI.
Ahí me encontré con al menos seis de mis colegas de otros medios, a los cuales vi con demasiada frecuencia durante los últimos tres meses, a los cuales ahora considero amigos y juntos hemos reído, maldecido, fumado y preguntado a más no poder; como buenos reporteros.
Adriana Terrazas Porras, líder del Comité Directivo Municipal del PRI, inició una conferencia de prensa. A sus lados se encontraban los distintos candidatos a diputados por los distritos con cabecera en esta ciudad, al igual que los representantes de campaña del aspirante a la presidencia, Enrique Peña Nieto.
“Sin caer en falsos triunfalismos, tenemos ‘carro lleno’ en ciudad Juárez y en todo el estado de Chihuahua. Este día inicia el cambio en México que permita mejorar las condiciones de vida de todos los mexicanos”, expresó y fue secundada por la algarabía de trompetas y gritos de una centena de personas que escuchaban, eran las 7:30 de la tarde.
Los reporteros nos vimos los unos a los otros, sabíamos que era un triunfo adelantado, pero también sabíamos que era muy posible que fuera oficial en las siguientes horas.
Cada uno de los integrantes de esa mesa dio algunas palabras de agradecimiento, hasta que llegó el turno de Octavio Fuentes, representante de la campaña de Peña Nieto en esta frontera.
“Nada más para decir que a quienes votaron por Enrique Peña Nieto, y a los que no, les recuerdo que él será su presidente”, expresó en tono irónico, y todos rieron y explotaron en aplausos.
Ya no había más que decir, como ciudadana me sentía decepcionada, pero como periodista debía seguir reporteando sin dejarme llevar por mis pasiones personales.
–No te enojes, nada pasará –me dijo uno de mis compañeros, amigo desde la universidad.
–Si me da coraje, de nada sirvió todo lo que hice durante los últimos tres meses, las personas siguen sin entender –dije algo así, o similar, estaba ofuscada por el ruido y no lo recuerdo del todo.
Un señor, moreno, con la piel maltratada por el sol, de 1.50 de estatura aproximadamente, con una playera sin mangas y mugrosa; nos preguntó: ¿Saben donde están dando las playeras? ¿Me pueden dar una?
De manera casi despectiva le indicamos que no éramos priístas, tampoco es que el hubiera sido muy educado en ese momento, de hecho nos cuestionó medio desesperado y grosero.
La gente llegaba, salía del edifico con una ‘soda’, una burrito o una playera, y se iba. Fue de esta forma que no se alcanzaron a llenar las sillas frente al escenario instalado en el cruce de las avenidas Lerdo y Galeana.
En él se presentaron artistas locales, de los cuales, a la única que reconocí fue a Lluvia Vega, amiga de una de mis primas, a quien conocí antes de que se hiciera famosa en un programa de televisión.
Fumé bajo un cielo anochecido, cubierto de nubes; condiciones que propiciaron un clima fresco y muy agradable, similar al de la mañana, pero tan distinto al sol que desafiamos durante las horas pico.
Comencé a sentirme sentimental poniéndole fin a una de las etapas más felices de mi corta vida laboral, sin ver todos los días a mis colegas reporteros de política, sin discutir porque un presidente u otro no era una mejor opción, volviendo a información general.
Después de eso, seguí sin comprender que fue de los millones de mexicanos que salieron a las calles a manifestarse en contra del futuro presidente de México; sin explicarme como hay personas que venden el derecho invaluable de tomar una decisión, por una playera o una orden de enchiladas.
Tanto se dijo en televisión, tanto se informó, tantas evidencias fueron mostradas y todo termino igual, la mayoría dijo: “Más vale malo por conocido, que bueno por ir a conocer”.
No logro explicarme como preferir a una persona que ha cometido tantos errores, cuyas propuestas no solucionan los problemas reales que enfrentamos todos los días.
–¿Qué vamos a hacer ahora? –me pregunté la mañana del 2 de julio, y mi ‘yo’ patriota me respondió: “Escribir, escribir y seguir escribiendo, que ese es nuestro trabajo y es lo único que sabemos hacer”.
Y eso hago.

Felicidades a todos mis colegas, que después se hicieron amigos míos. Muchachos, hicimos lo mejor. Gracias por enseñarme tantas cosas. 
Saludos a todos aquellos que se hacen llamar periodistas, pero este día siguen defendiendo lo que a todas luces fue uno de los más grandes fraudes de la historia de nuestro país. A ustedes, ¡Mil gracias! por enseñarme lo que no debo de hacer.