martes, 2 de julio de 2013

¿Qué pasó?

Basta un segundo para que todo cambie, para que un domingo por la tarde se convierta en tu pesadilla recurrente y aunque lo ansíes con todas las fueras de tu ser, no puedas regresar a casa para descansar.
Por enésima vez: no vi nada, no escuche nada, sólo sentí el golpe en mi pierna derecha, y de repente me vi en el suelo, hirviendo, sintiéndome como un perrito atropellado, pensando en trivialidades como mi celular y mi bolsa, mi canción favorita, un par de ojos negros y la última vez que había bailado hace dos días.
¿Qué hice? ¡Grité!
Grité para que yo misma supiera cuanto me dolía, cuanto me quemaba el pavimento, cuan viva aún seguía, a pesar del atropello y de todas ninguneadas que me han pasado los últimos meses.
Grité, como un recién nacido que está aprendiendo a respirar y vivir.
Después, rogué al Dios al que me cuesta trabajo rezar que llegara la ambulancia, que me eliminara de ese infierno, que podía ser peor pero que tal y como era me estaba matando de desesperación.
Durante tres horas estuve mirando el techo, inmovilizada, sin ver mis propias heridas. Lo más difícil fue ver la preocupación de mis padres desde arriba, sentir sus lágrimas en mis manos todavía llenas de mugre de las calles, de que también sintieron al igual que yo la fragilidad de mi cuerpo y de mi persona.
Yo no lloré de principio, no pude. Estaba y aún sigo preocupada por trivialidades, por el gasto del seguro, por el pago de la motocicleta, por el tránsito en mi cuarto que insiste en que fue mi culpa por no subir el puente peatonal, por mis pantalones rotos, por mi trabajo.
Necedades de un ser medio sonámbulo que aún a estas alturas se niega a despertar y descubrir que está vivo, maravillosamente vivo y adolorido.
Lo mejor, lo mejor de lo peor vino después. Cuando por fin pude enderezarme y ver a mi mamá serena, hablar con mi niña, descubrir que el teléfono no paraba de sonar, que allá afuera había gente que me quiere.
Y no es que no lo supiera antes, pero sentir tanto afecto de golpe es más reconfortante que todo el Valium que me metieron por las venas. Calambritos llegaban a mi pecho, y me hacían cosquillas.
Luego llegaron los amigos, esos que se conocen en el hospital. 
El que con una sonrisa llega y te dice que no seas tan marica; la que con los ojos llorosos te desviste y te obliga a tomar un baño; el que a escondidas llega a tu cuarto casi a media noche y te recuerda que te quiere, aunque tú ya no lo quieras, o ¿sí?
Llega la inesperada voz que te dice que tomes las cosas con filosofía, aquel que te levanta y te hace sentir que aún hay cosas muy importantes por las cuales vivir (el amor, por ejemplo), y sobretodo, llegan aquellos que te explican que todo se arregla con el tiempo, que la juventud es pasajera, así como las 6 semanas de reposo absoluto que te recetó la especialista.
Sí lloré, cuando estuve sola y nadie me dijo lo nena que me veía haciéndolo. Exploté, me sentí estúpida, torpe, y ningún abrazo me ha quitado ese sentimiento del pecho.
Extraño a mis demás amigos, los que no he visto aún. Las burlas de mi mejor amigo, la fiesta que vendrá el fin de semana y a la que no podré ir.
Quizá por eso escribo esto, pues siguen preguntándome como me siento.
Confundida, adolorida, sin más Valium, y con un ardor en el alma más grande que el de mi pierna derecha.
Buena experiencia.