Basta un segundo para que todo cambie, para que un domingo
por la tarde se convierta en tu pesadilla recurrente y aunque lo ansíes con
todas las fueras de tu ser, no puedas regresar a casa para descansar.
Por enésima vez: no vi nada, no escuche nada, sólo sentí el
golpe en mi pierna derecha, y de repente me vi en el suelo, hirviendo, sintiéndome
como un perrito atropellado, pensando en trivialidades como mi celular y mi
bolsa, mi canción favorita, un par de ojos negros y la última vez que había
bailado hace dos días.
¿Qué hice? ¡Grité!
Grité para que yo misma supiera cuanto me dolía, cuanto me
quemaba el pavimento, cuan viva aún seguía, a pesar del atropello y de todas ninguneadas
que me han pasado los últimos meses.
Grité, como un recién nacido que está aprendiendo a respirar
y vivir.
Después, rogué al Dios al que me cuesta trabajo rezar que
llegara la ambulancia, que me eliminara de ese infierno, que podía ser peor
pero que tal y como era me estaba matando de desesperación.
Durante tres horas estuve mirando el techo, inmovilizada,
sin ver mis propias heridas. Lo más difícil fue ver la preocupación de mis
padres desde arriba, sentir sus lágrimas en mis manos todavía llenas de mugre
de las calles, de que también sintieron al igual que yo la fragilidad de mi
cuerpo y de mi persona.
Yo no lloré de principio, no pude. Estaba y aún sigo
preocupada por trivialidades, por el gasto del seguro, por el pago de la
motocicleta, por el tránsito en mi cuarto que insiste en que fue mi culpa por
no subir el puente peatonal, por mis pantalones rotos, por mi trabajo.
Necedades de un ser medio sonámbulo que aún a estas alturas
se niega a despertar y descubrir que está vivo, maravillosamente vivo y
adolorido.
Lo mejor, lo mejor de lo peor vino después. Cuando por fin
pude enderezarme y ver a mi mamá serena, hablar con mi niña, descubrir que el
teléfono no paraba de sonar, que allá afuera había gente que me quiere.
Y no es que no lo supiera antes, pero sentir tanto afecto de
golpe es más reconfortante que todo el Valium que me metieron por las venas.
Calambritos llegaban a mi pecho, y me hacían cosquillas.
Luego llegaron los amigos, esos que se conocen en el
hospital.
El que con una sonrisa llega y te dice que no seas tan marica; la que
con los ojos llorosos te desviste y te obliga a tomar un baño; el que a
escondidas llega a tu cuarto casi a media noche y te recuerda que te quiere, aunque tú ya no lo
quieras, o ¿sí?
Llega la inesperada voz que te dice que tomes las cosas con
filosofía, aquel que te levanta y te hace sentir que aún hay cosas muy
importantes por las cuales vivir (el amor, por ejemplo), y sobretodo, llegan
aquellos que te explican que todo se arregla con el tiempo, que la juventud es
pasajera, así como las 6 semanas de reposo absoluto que te recetó la
especialista.
Sí lloré, cuando estuve sola y nadie me dijo lo nena que me
veía haciéndolo. Exploté, me sentí estúpida, torpe, y ningún abrazo me ha
quitado ese sentimiento del pecho.
Extraño a mis demás amigos, los que no he visto aún. Las
burlas de mi mejor amigo, la fiesta que vendrá el fin de semana y a la que no
podré ir.
Quizá por eso escribo esto, pues siguen preguntándome como
me siento.
Confundida, adolorida, sin más Valium, y con un ardor en el
alma más grande que el de mi pierna derecha.
Buena experiencia.