Ayer te despediste con un beso frío a un lado de la boca,
justo antes de que iniciara mi tedioso camino de regreso a casa. ¡Qué asesino!
No dijiste a donde ibas, ni
aseguraste volver; pero al entender que tu destino tenía el
cabello largo, rubio y tormentoso, el corazón se me fue por la coladera de la
esquina.
Y repentinamente, todos en la calle tenían las manos
ocupadas.
Una chica en minifalda llevaba en su mano izquierda un
helado de vainilla, presumida movía las piernas al compás de lo que llevaba en la
mano derecha; un novio de metro ochenta que en otros tiempos me hubiera
coqueteado al mirar mis ojos tristes, pero no lo hizo ese día.
Un hombre vestido de negro cargaba un portafolios negro y
con él un montón de negocios, muy buenos a juzgar por su cara satisfecha y su argolla
de matrimonio en la mano izquierda.
El trayecto continuaba y una señora también tenía ambas
extremidades ocupadas, cargando la responsabilidad de dos hijos distribuida en
cada lado de su cuerpo; con cara de hastío vociferaba locuras maternas,
enfundada en su delantal de guerra, floripondio y lleno de manteca.
Un auto azul frenó de improviso y cedió el paso a una
niña que corría con un chihuahua amarrado de un lazo; y hasta el rosal de
aquella casa verde y mugrienta, se encontraba enramado con un árbol.
Entonces, en un acto de valor decidí observar mis manos, no
muy segura de que poder buscar en ellas.
“¡Ahora vuelo!”, me decía; “¡Nada me ata!”, me convencía;
“¡Soy libre!”, me consolaba.
Un cigarrillo se rió entre mis dedos derechos; y un
montón de ideas, de esas que solo suenan bien dentro de mi cabeza, me hicieron
cerrar el puño izquierdo.
“¿Quién dijo que estaba sola?”, me pregunté con ironía, y
la mismísima soledad me respondió con una carcajada.