martes, 10 de julio de 2012
Muñeca rota
Saliendo de la boutique de Doña Azucena, en la plaza del centro, donde Felicita trabajaba todos los días de siete a ocho; Don José, el taxista, esperaba paciente todos los días.
–Buenas, Don José –decía – ¡Súbase! –respondía el taxista
Y el diálogo era ese, siempre el mismo y sin más amabilidades que la de pagar con cambio y diciendo gracias.
Felicita siempre llagaba a casa a las 7:30, hora en la que la esperaban sus seis hermanos pequeños y su señora madre, Doña Chela. Ya sea que estuviera planchando la ropa de los vecinos, remendando ropa con ayuda de la vieja máquina de coser o preparando el atole que tenía que alcanzar para todos, Doña Chela escuchaba el taxi y salía a recibir a su hija, la mayor, la próxima a casarse; la que saldría pronto de esa vida pobre y modesta que les había dejado como herencia la muerte de su marido, Don Ignacio.
Ya habían pasado cinco años desde que el señor había muerto de cirrosis, dejando así a seis huérfanos de padre nacidos, y uno en la panza de su viuda. Desde entonces, Doña Chela se las había visto muy duras para poder salir adelante. Tampoco es que no estuviera de buen ver, pero tenía bien claro que marido sólo había uno, porque así lo mandaba Dios. Felicita había aprendido lo mismo.
A sus 18 años, con la flor en la mirada, el brillo en la melena negra y su figura pequeña y esbelta, despertaba el interés de todos los del pueblo. Su alma fresca era decencia, ternura, alegría y sobre todo, sueños; deseos de poder sacar adelante a sus hermanos, de casarse con un buen hombre que le diera un apellido digno, que no tomara todos los días, que estuviera dispuesto a ayudarle con su familia.
Tenía ya dos años trabajando en la Boutique, y le sentaba bien ese empleo. Platicaba de amores con todas las chicas de Guanajuato que iban a comprar la ropa que usarían para los bailes a los que ella nunca asistía, ni asistiría. Recibía los recados para su jefa, Doña Azucena, de manos de Pepe, el mensajero; quién a veces hasta se le olvidaba a que iba, pero iba todos los días. Acomodando paquetes de lencería, vistiendo maniquís, cambiando los precios y esperando a la clientela; se le pasaban todos los días de lunes a sábado.
-¿Por qué salió tan bonita la “Felicitas”? –Preguntaba Doña Chole, madrina de Felicita, a Doña Chela. –Es bella mija, chula. Dios me la ha de cuidar mucho.
Un día, Doña Chela estaba tendiendo ropa, cuando percibió un aroma a quemado que provenía de la cocina.
Se acercó corriendo y descubrió el atole desparramado por el suelo de tierra. No pensó en que esa noche la familia se quedaría sin cenar, tampoco pensó en el hormiguero que se haría, no pensó en que tenía más de tres horas lavando camisas, pantalones y calzones ajenos y que, por esa razón, había descuidado el atole. Doña Chela pensó repentinamente en su hija.
Eran ya las nueve de la noche y Felícita no había llegado. –No se apure comadre, mejor vamos a buscarla –Comentó Doña Chole. Se subieron a una carcachita azul y se fueron a la boutique; no sin antes dejar encargados a los niños dormidos con la vecina de al lado. Recorrieron todas las rutas posibles y preguntaron a quienes vieron en la calle, pero nadie sabía absolutamente nada. Doña Chela ya estaba ahogada en llanto y preocupaciones cuando cantó el gallo al amanecer, pasó esa noche y las siguientes comiéndose con rezos a la virgen de cerámica que tenía sobre su cama, poniéndole veladoras, esperando que todo fuera una pesadilla.
Y vaya que lo fue. Todos los días la gente le preguntaba que si ya sabía algo de “Felicitas”, ella ya no respondía, y ni falta que hacía. Las veladoras se consumían a diario, la ropa quedaba mal lavada y hasta el atole sabía amargo.
-¿Dónde está mi hija? –Lloraba Doña Chela y sus lágrimas se perdían en el agua enjabonada. Pudo haber muerto de preocupación, de ira, de rencor contra la pinche vida que primero le había quitado a su marido y ahora a su hija. Pero su fe en Dios la fortalecía, así como el ruido de tripitas de sus otros angelitos, que aunque extrañaban los mimos inagotables de su hermanita, aún tenían hambre y tenían que comer algo todos los días.
Llegó el cambio de estación, sorprendió a Doña Chole tejiendo unas cortinas verdes para la ventana de su casa, cuando escuchó los gritos de su comadre. Salió corriendo en pantuflas. Lo que vio afuera, jamás lo olvidaría. Ni ella, ni uno sólo de los 80 vecinos de la vecindad.
Felicita, la bonita de la colonia, estaba mal envuelta en una sábana ensangrentada, tirada en la calle, con harapos mugrosos y la cara irreconocible. Doña Chela estaba que se moría, al salir para ir al mandado se la había encontrado tirada como perrito atropellado; con la cara cubierta de moretones, los pechos vírgenes mancillados a mordidas, pedazos de cabellos arrancados, una enorme cicatriz putrefacta en el cuello y dos costillas rotas.
-¡Hija de mi vida! ¡Aún respira! ¡Llamen a una ambulancia! ¡Auxilio! –Gritaba Doña Chela y Doña Chole corrió al teléfono de la esquina. Llegó la Cruz Roja y subieron a la muñequita rota junto con su madre y su madrina… también rotas.
Los doctores le indicaron a Doña Chela que Felicita se recuperaría, pero que tenía golpes internos y las cicatrices de sus pechos y del cuello estaban infectadas. Doña Azucena, quien había sido una de las más afectadas por la desaparición de su empleada favorita, amorosamente se ofreció a pagar todo lo que se requiriera, además de darle su sueldo íntegro a la muchacha al menos en lo que se recuperaba. Fue así como “Felicitas” duró un mes internada y otros más en recuperación dentro de su casa.
No hablaba, no comía. Sonreía con sus hermanos, pero no les decía nada. Si se le dejaba mucho tiempo sin supervisión se comía pedazos de su cabello y se orinaba en la cama. Doña Chela se dividía entonces entre sus labores cotidianas y los cuidados de su hija, que estaba loquita, pero viva.
Los rumores en el pueblo no se dejaron esperar. Se decía que la habían deshonrado, que era indigna.
–¡Pobrecita “felicitas”! Pero pues es la suerte que le tocó, ni modo, dudo que consiga marido. ¡Tan bonita que esta! –Escuchó Doña Chela un día en la panadería. Tenían razón.
Según el doctor, “Felicitas” había sido violada, muchas veces. Por el estado en que la encontraron sabían que había padecido hambre y maltratos de todo tipo. Su cuerpo atestiguaba desde rasguños y mordidas, hasta cintarazos y quemaduras de cigarro. ¿Quién iba a querer a una muñeca rota?
Ese cuestionamiento duró varios días en la cabeza de Doña Chela, quien tampoco ya no hablaba, ni con su comadre. Si se le dejaba mucho tiempo sola lloraba y pensaba en que cosa inventarle a la gente para que dejara de hablar de “Felicitas”.
La tarde en que la más chiquita de las hermanitas de Felicita, Mague, echó por accidente azúcar a la sopa; llegó un señor. Alto, panzón, con bigote y cabello rizado, el hombre tocó la puerta con el número tres de la vecindad de Doña Cuquita.
Doña Chole, que estaba bañando a Javiercito, el bebé, se limpió las manos en el delantal y dejó al niño jugando en la tina para atender la puerta. –¿Qué se le ofrece? –Buenas tardes, vengo a buscar a Felicita –dice la inesperada visita.
–Ella no está disponible, ¿Sabe?, tuvo un accidente y desde entonces no habla mucho, o mejor dicho nada, se la mantiene casi todo el tiempo dormida. Ahorita mismo lo está. Pero si yo le puedo ayudar en algo ¡Dígame! –Pos si, si puede –Dijo Don José, entrando sin ser invitado y parándose frente a Doña Chela.
-Sé muy bien que le pasó a la muchacha, porque fue conmigo con quien estuvo estos meses. Estoy muy enamorado de ella, quiero remediar el daño que le hice y hacerla mi mujer.
Doña Chela no sabía que este hombre era el taxista que todos los días le regresaba a su muñeca a casa, no entendía del todo lo que estaba diciendo –¡Hijo de perra! –Vociferó de repente, lanzando una bofetada para aquel hombre que le doblaba la edad a su niña, que le había quitado su virtud y su cordura; sea de paso, le había quitado a la familia la única esperanza de un día salir del hoyo en el que estaban.
Dijo muchas cosas, “Felicitas” no se daba cuenta, dormitaba drogada con analgésicos a los que ya era adicta, sus hermanitos se acorralaban en la cama con ella. Doña Chela seguía maldiciendo a Don José, pegándole, escupiendo todo su coraje. Don José soportaba, toleraba austero todos esos reproches convertidos en golpes, lloriqueos y majaderías. Cuando Doña Chela por fin calló y se sentó en una silla a terminar de llorar, cansada de pegarle a un costal de arena sin emociones ni sensibilidad, Don José habló.
-¡No nos hagamos tarugos! La muchacha ya fue mía. ¿Quién la va a querer así? Todo el pueblo sabe que se fue conmigo, que yo me la llevé, pues, y que la hice mi mujer. Antes diga que vengo a hacer las cosas bien, porque la quiero para madre de mis hijos.
Era verdad, el pueblo juzgaba muy cruelmente a “Felicitas”, que ahora era totalmente inútil. Dependía de su madre para todo y su madre no podía con la mitad de las cosas que ya tenía sobre la espalda. Además, Dios por algo hace las cosas, y si ese hombre se había presentado después de todo, para tenerla como su esposa, entonces eso era lo que le esperaba a su hija.
-Pero ¿Que pendejada está haciendo Chela? –Es por el bien de ella, José prometió no volvérmela a maltratar, darle un apellido y mantenerla.
-¡Eso hijo de su chingada madre la violó! ¡Abusó de ella! –Mire comadre, yo la quiero mucho a usted, pero es mi hija y le pido que no se meta. Sé que es lo mejor para ella. Loquita, jodida y desgraciada ¿Quién chingados va a querer a mi muñequita?
Doña Chole no hizo entrar en razón a Doña Chela y perdieron las amistades. “Felicitas” apenas se dio cuenta de lo que pasaba a su alrededor, al ver a Don José, las primeras veces gritaba y se le resistía, pero después se acostumbró. Finalmente ya había pasado varios meses enredada en sus piernas, pensando en que no estaba ahí, que estaba en la boutique, esperando a Pepe con los recados para su jefa.
A cambio del matrimonio legal y por la iglesia, Doña Chela no puso denuncia alguna. Felicita regresó a su cárcel, la casa que ahora era la de su marido, donde él le hacía el amor todas las noches. Ahora sí con respeto, porque era su mujer.
Los meses pasaron, “Felicitas” no salía nunca a ningún lado. Para no depender de las asquerosas manos de Don José, había recuperado una parte de su cordura que le permitía valerse por sí misma; pero sólo hablaba con sus recuerdos. Cuando sentía que no podía resistirlo, lloraba por dentro, cuidando de no derramar ni una sola lágrima en la cena de Don José, al que nunca le dirigía la palabra y sólo se limitaba a atenderle toda clase de urgencias, para que luego no la molestara con alguna bofetada.
Lo bueno es que el estaba todo el día ruleteando en el taxi y entonces “Felicitas” cantaba las canciones que le cantaba su madrina y que ella misma luego le cantaba a sus hermanitos. Se reía con la risa inolvidable de Pepe, ese que nunca se le declaró y que ahora debería de andar con Ceci, la de la otra tienda.
En eso estaba una tarde cuando cayó de bruces en la cama. Al abrir los ojos, estaba en el despacho del médico, tenía 3 meses de embarazo. La vida le volvió a los ojos. Con el pretexto de irle a avisar a su madre de la buena nueva, Don José la dejó regresar a la vecindad. Él también se sentía contento, tendría un hijo, varón, al que le enseñaría a ser hombre.
Pero Felicita no llegó con su madre, apenas reconocía las macetas verdes y la puerta con el número tres. Llegó hasta la puerta número cinco y la abrió sin llamar, como siempre lo hacía, desde niña. –¡Hija de mi vida! ¿Qué haces aquí? –Respondió Doña Chole, que en ese momento se encontraba tomando su primera taza de café del día.
Le explicó, con voz calmada y discreta, que estaba embarazada, que necesitaba salir de esa casa, que quería correr lejos, donde nunca más nadie supiera de su suerte, donde su bebé pudiera crecer y tener una vida mejor que la que le tocó a ella. –¡Será niña madrina! ¡Lo sé! La soñé anoche, está bien bonita.
“Felicitas” había vuelto a reír, había vuelto a sentir. La vida dentro de su vientre le había regresado el ánimo de la vida misma. Doña Chole, dio gracias a Dios por devolver la cordura a su ahijada, abrió el baúl de los recuerdos y sacó tres cadenas, un par de arracadas y su anillo de compromiso que ya no usaba por la artritis; todo de oro.
-¡Corre mi niña! Ve con don Tito, el de la casa de empeño. Dile que te mandé yo para que te dé el dinero que me daría a mí, saliendo de ese lugar: ¡Corre, mi muñeca rota! ¡Corre!.
Y así lo hizo, y así fue. De “Felicitas” y de su hija jamás se volvió a saber
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