Ahí estaba ella, dormida sobre el colchón,
con el cuerpo pálido y rechoncho desnudo, era una noche calurosa y en la
habitación no había ventilador. Estaba boca abajo, respirando con su boca
abierta, tantas veces besada.
Desparramada, con las carnes magulladas y cansadas, en una cama dura de sábanas blancas.
La verdad es que ya me estaba hartando de
ella, tan loca, tan rara, tan deprimida siempre. Tan resentida con una sociedad
que no estaba creada para soportarla, tan rodeada siempre de hombres que no sabían
valorarla. Y ahí estaba yo, valorándola por todos ellos.
La gente dice que no la amaba, pero la
gente suele ser muy estúpida en estos casos.
Sí alguien la amó, fui yo. Yo y uno que
otro de aquellos amantes inadvertidos que entraron a su cuarto violando la
cerradura de su amargura. Pero ninguno más que yo.
La pobre había llorado mucho, pero me había
fastidiado otro más. Sus arranques infantiles, sus llamadas al celular, sus
mensajes en la computadora y sus bizarras cartas de amor. Todo en ella me parecía
tan insoportable en ese momento, que entonces accioné el dispositivo en mi
cerebro que me llevaría a asesinarla, pero no sin antes, hacerle el amor una
vez más.
Una amalgama de ternura y asco se revolcaba
en mi garganta y entonces empecé a tocar su cuerpo femenino.
Me incliné sobre ella y le acaricié el
cabello castaño y descuidado. Tan largo como lo eran sus pesares, tan maltratado
como sus ideales. Entonces posé mis labios fantasma sobre su cuello, blanco,
delicado, con olor a tabaco y a incienso.
–¡Maldita Bruja! –pensé, y seguí besándola.
Pasé mis manos de aire por sus minúsculos
senos, iguales a los míos, por su cintura amplia y su entrepierna. Tan grotesca
era aquella mujer que estaba bajo mi cuerpo gris, que no pude hacer otra cosa más
que ignorar mis ganas de vomitar y seguir adorándola, por última vez, como
nadie lo hacía desde hace mucho tiempo ni con ella, ni conmigo; y como nadie lo
volvería a hacer.
Pasé mis uñas mordidas y filosas por sus muslos
gruesos y arañados, bajé hasta sus píes y la seguí besando sin dejo de deseo.
Tan mía era y tan desagradable me parecía. Pero
era mía, sólo mía, para mi odiosa desgracia. Solo las dos nos pertenecíamos, no había ningún hombre de por medio que nos salvará de la tediosa costumbre de enloquecer de pasión en la penumbra.
De mis dedos lagos hice tijeras y en un
arranque de lujuria le atravesé el vientre.
¡Ah, que grito tan delicioso salió de su
garganta dormida!
Con voz marchita imploraba piedad al vacío.
Fue tanto su dolor que quedó desmayada, con
la boca torcida y el ceño fruncido.
En un segundo movimiento le corté la garganta
y volvió a despertar, esta vez en la peor de sus pesadillas.
Toda ella estaba llena de sangre y luchaba
conmigo sobre la cama, me daba zarpazos de gata herida, pero solo tocaba el
aire y la nada.
La tomé de las muñecas, la sujeté a la cama
y la besé con la lengua. Ella gritaba y lloraba más de lo que lo había hecho
antes en toda su vida. Esa vida que compartí con ella y en la que nunca pude
satisfacerla.
No hablaba, solo aullaba y yo la escuchaba
y reía.
Sin fuerzas, se arremolinó sobre mis
piernas, me vio a la cara, distinguiéndola en la oscuridad por primera vez.
–Gracias –me dijo con el último hilo de voz
y me desprendí de ella para siempre.
Jamás volví a ver la sonrisa de la mujer
que yo misma era. Y nadie puede decir que me autocompadezco, terminé con su
dolor y terminé con el mío.
Desprendida de ese cuerpo, floto desde
entonces en el universo. Sin amor, sin sonrisa, sin besos robados ni
anunciados, sin caricias prolongadas y sin daños a terceros.
Quien diga que los muertos no existimos, es
que no comprende el significado de la vida misma.
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