miércoles, 21 de marzo de 2012

Eutanasia suicida


Ahí estaba ella, dormida sobre el colchón, con el cuerpo pálido y rechoncho desnudo, era una noche calurosa y en la habitación no había ventilador. Estaba boca abajo, respirando con su boca abierta, tantas veces besada.
Desparramada, con las carnes magulladas y cansadas, en una cama dura de sábanas blancas.
La verdad es que ya me estaba hartando de ella, tan loca, tan rara, tan deprimida siempre. Tan resentida con una sociedad que no estaba creada para soportarla, tan rodeada siempre de hombres que no sabían valorarla. Y ahí estaba yo, valorándola por todos ellos.
La gente dice que no la amaba, pero la gente suele ser muy estúpida en estos casos.
Sí alguien la amó, fui yo. Yo y uno que otro de aquellos amantes inadvertidos que entraron a su cuarto violando la cerradura de su amargura. Pero ninguno más que yo.
La pobre había llorado mucho, pero me había fastidiado otro más. Sus arranques infantiles, sus llamadas al celular, sus mensajes en la computadora y sus bizarras cartas de amor. Todo en ella me parecía tan insoportable en ese momento, que entonces accioné el dispositivo en mi cerebro que me llevaría a asesinarla, pero no sin antes, hacerle el amor una vez más.
Una amalgama de ternura y asco se revolcaba en mi garganta y entonces empecé a tocar su cuerpo femenino.
Me incliné sobre ella y le acaricié el cabello castaño y descuidado. Tan largo como lo eran sus pesares, tan maltratado como sus ideales. Entonces posé mis labios fantasma sobre su cuello, blanco, delicado, con olor a tabaco y a incienso.
–¡Maldita Bruja! –pensé, y seguí besándola.
Pasé mis manos de aire por sus minúsculos senos, iguales a los míos, por su cintura amplia y su entrepierna. Tan grotesca era aquella mujer que estaba bajo mi cuerpo gris, que no pude hacer otra cosa más que ignorar mis ganas de vomitar y seguir adorándola, por última vez, como nadie lo hacía desde hace mucho tiempo ni con ella, ni conmigo; y como nadie lo volvería a hacer.
Pasé mis uñas mordidas y filosas por sus muslos gruesos y arañados, bajé hasta sus píes y la seguí besando sin dejo de deseo.
Tan mía era y tan desagradable me parecía. Pero era mía, sólo mía, para mi odiosa desgracia. Solo las dos nos pertenecíamos, no había ningún hombre de por medio que nos salvará de la tediosa costumbre de enloquecer de pasión en la penumbra.
De mis dedos lagos hice tijeras y en un arranque de lujuria le atravesé el vientre.
¡Ah, que grito tan delicioso salió de su garganta dormida!
Con voz marchita imploraba piedad al vacío.
Fue tanto su dolor que quedó desmayada, con la boca torcida y el ceño fruncido.
En un segundo movimiento le corté la garganta y volvió a despertar, esta vez en la peor de sus pesadillas.
Toda ella estaba llena de sangre y luchaba conmigo sobre la cama, me daba zarpazos de gata herida, pero solo tocaba el aire y la nada.
La tomé de las muñecas, la sujeté a la cama y la besé con la lengua. Ella gritaba y lloraba más de lo que lo había hecho antes en toda su vida. Esa vida que compartí con ella y en la que nunca pude satisfacerla.
No hablaba, solo aullaba y yo la escuchaba y reía.
Sin fuerzas, se arremolinó sobre mis piernas, me vio a la cara, distinguiéndola en la oscuridad por primera vez.
–Gracias –me dijo con el último hilo de voz y me desprendí de ella para siempre.
Jamás volví a ver la sonrisa de la mujer que yo misma era. Y nadie puede decir que me autocompadezco, terminé con su dolor y terminé con el mío.
Desprendida de ese cuerpo, floto desde entonces en el universo. Sin amor, sin sonrisa, sin besos robados ni anunciados, sin caricias prolongadas y sin daños a terceros.
Quien diga que los muertos no existimos, es que no comprende el significado de la vida misma.

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