No necesito decir mucho para que la gente sepa que
algo me pasó. Es algo que se huele a kilómetros de distancia. Cuando me veo
obligada a salir a la calle las personas no me miran a los ojos, bueno,
simplemente no me miran.
Mis amigos más cercanos se limitan a preguntarme cosas
que no toquen ese punto incómodo, y mi familia me abraza y me llena de besos
como si fuera yo un cachorro adolorido que recogieron de la calle.
Cómo cuando sabes que alguien tiene un granito en la
cara, y misteriosamente no dejas de hablar de sus zapatos nuevos. La zona
incómoda está ahí, y se me nota por todos lados.
Me siento más fea que nunca, con un vestido
estrafalario y negro, tampoco es que tenga muchas ganas de ir y hacer las cosas
que nunca me gusta hacer, como comprarme ropa, por ejemplo.
Me siento gorda y fea y enana, como una anciana de
veinticuatro años.
No es fácil sonreír, de hecho, no es fácil hacer
ninguna cosa.
“¿Todavía nada?” Me preguntaron ahora y dije que no,
fingiendo desdén, con una media sonrisa.
Como si fuera algo que tuviera remedio, que no estuviera fuera de mi control y que no doliera como
clavos en los pies.
Odio las fotografías, era de dar risa la dificultad
con la que tuve que posar para la cámara hoy para la sesión de fotografías de
la empresa. Trabajo nuevo, amigos nuevos, pero ese algo es tan horrible, que
hasta parece que el viento siente pena por mí y me acaricia el cabello. Como
un animal resignado entrando al matadero.
Es algo obvio, me duele, está ahí, y no se va ir en un
buen tiempo. Es más, temo que no se va a ir nunca. No exagero, es algo más
grave de lo que pudiera parecer, y aunque la causa regresara ahora para solucionarlo
todo, lo cierto es que poco o nada podría hacer.
Ya se cayó y se rompió y duele como astillas en los
huesos.
Si vez a un limosnero por la calle, lo sano sería no
prestarle atención, o ayudarlo con un par de monedas. Y sin embargo, el
universo tiene un complot misterioso para picarme justo donde duele, para poner
las canciones que no quiero escuchar, para pronunciar el nombre prohibido, para
cuestionarme por las cosas de las que no quiero hablar, como un periodista incisivo
que quiere ponerme en evidencia frente al mundo entero y decir “Mírenla, ¡Es tan
estúpida!, lo que le pasó es horrible, burlémonos de ella”.
¿Qué gana usando su varita de madera y lastimando el
punto podrido de mi ser? ¿Será acaso un placer morboso de Dios, ese de causarme
un moretón y luego apretármelo con fuerza?
Cómo si no fuera ya molesto andar dando lástima con mi
existencia, apestando a tristeza todo lo que me rodea, sintiéndome gris en un
mundo de colores, helando con mis manos cualquier cosa que toco. La cosa más sencilla, la más sutil, se me cae de las
manos y escucho las risas desde el cielo.
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