miércoles, 26 de marzo de 2014

El sádico universo y el perrito atropellado.

No necesito decir mucho para que la gente sepa que algo me pasó. Es algo que se huele a kilómetros de distancia. Cuando me veo obligada a salir a la calle las personas no me miran a los ojos, bueno, simplemente no me miran.
Mis amigos más cercanos se limitan a preguntarme cosas que no toquen ese punto incómodo, y mi familia me abraza y me llena de besos como si fuera yo un cachorro adolorido que recogieron de la calle.
Cómo cuando sabes que alguien tiene un granito en la cara, y misteriosamente no dejas de hablar de sus zapatos nuevos. La zona incómoda está ahí, y se me nota por todos lados.
Me siento más fea que nunca, con un vestido estrafalario y negro, tampoco es que tenga muchas ganas de ir y hacer las cosas que nunca me gusta hacer, como comprarme ropa, por ejemplo.
Me siento gorda y fea y enana, como una anciana de veinticuatro años.
No es fácil sonreír, de hecho, no es fácil hacer ninguna cosa.
“¿Todavía nada?” Me preguntaron ahora y dije que no, fingiendo desdén,  con una media sonrisa. Como si fuera algo que tuviera remedio, que no estuviera  fuera de mi control y que no doliera como clavos en los pies.
Odio las fotografías, era de dar risa la dificultad con la que tuve que posar para la cámara hoy para la sesión de fotografías de la empresa. Trabajo nuevo, amigos nuevos, pero ese algo es tan horrible, que hasta parece que el viento siente pena por mí y me acaricia el cabello. Como un animal resignado entrando al matadero.
Es algo obvio, me duele, está ahí, y no se va ir en un buen tiempo. Es más, temo que no se va a ir nunca. No exagero, es algo más grave de lo que pudiera parecer, y aunque la causa regresara ahora para solucionarlo todo, lo cierto es que poco o nada podría hacer.
Ya se cayó y se rompió y duele como astillas en los huesos.
Si vez a un limosnero por la calle, lo sano sería no prestarle atención, o ayudarlo con un par de monedas. Y sin embargo, el universo tiene un complot misterioso para picarme justo donde duele, para poner las canciones que no quiero escuchar, para pronunciar el nombre prohibido, para cuestionarme por las cosas de las que no quiero hablar, como un periodista incisivo que quiere ponerme en evidencia frente al mundo entero y decir “Mírenla, ¡Es tan estúpida!, lo que le pasó es horrible, burlémonos de ella”.
¿Qué gana usando su varita de madera y lastimando el punto podrido de mi ser? ¿Será acaso un placer morboso de Dios, ese de causarme un moretón y luego apretármelo con fuerza?
Cómo si no fuera ya molesto andar dando lástima con mi existencia, apestando a tristeza todo lo que me rodea, sintiéndome gris en un mundo de colores, helando con mis manos cualquier cosa que toco. La cosa más sencilla, la más sutil, se me cae de las manos y escucho las risas desde el cielo. 


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